Llego del gimnasio, dejo algunas cosas y automáticamente agarro el celular. No sé para qué, pero una hora y media sin usarlo aparenta ser, sin parecerme, demasiado.

En Instagram me aparece un gringo de pelo largo, grandote, parecido a esos peleadores de lucha libre que llenan estadios yankis. “Ve al puto gimnasio”, me dice, con cara de malo.

Pero maestro, ¡recién entro a mi casa, ya fui!

Chusmeo los videos, y prácticamente son todos iguales: la misma cara, el mismo mensaje, el mismo imperativo con una frase contundente que repite, inclusive en varios idiomas.


(Atrás de todo, hay un producto)

Más me adentro en su perfil, más cosas ofrece: remeras, episodios de podcast, y suscripciones a planes de entrenamiento “personalizados”. La idea, o el ideal, es un poco que seas como él. Quizás no físicamente, pero sí espiritual. Lo dejo todo, voy al gimnasio, entreno siempre, me supero.

Lo curioso es que en ningún lugar de esa cuenta aparece la más mínima información de quién ofrece el producto. Al fin y al cabo, y pese a lo cómico o ficticio del personaje, es lo que es, una forma de vender. Instagram es la forma de publicidad ideal, pienso. Te ofrece entretenimiento y lentamente, tarde o temprano, te induce a comprar un producto.

Hay, al fin y al cabo, varios personajes que intentan esta forma de publicidad imperativa, con mensajes breves que buscan contundencia, que buscan el consumo de un producto cultural que lleva al comercial, al bien tangible generado por una necesidad hecha en uno luego de la repetición constante de una misiva pegadiza.

Y así transcurre Instagram, entre gente merendando, trabajando, productos que te ofrece el mismo celular que te escuchó comentar que deberías comprar una campera para cuando haga frío, otras personas que viajan, más que meriendan, y los personajes graciosos que tarde o temprano, algo tendrán para venderte.